jueves, 4 de octubre de 2012

Tributo al Cosmonsefuano Alfredo José Delgado Bravo

Monsefú fue su cosmos, y su madre aquel piélago eterno de inspiración. Fue el trovador eterno, el cantor de las campiñas, del Nazareno Cautivo y de nuestro costumbrismo. Pero también fue el poeta que encandiló con su verso recordando a su madre, su preceptora e inspiradora, en medio de su aflicción.
Esta disimilitud la tuvo en su arte literario nuestro vate monsefuano Alfredo José Delgado Bravo, cuya obra ha cruzado fronteras y a quien recuerdo en esta crónica como un póstumo homenaje a cuatro años de su defunción, acaecida un 3 de octubre del 2008.
Algunas veces, en mi época de adolescencia, lo observé caminar pausado por la avenida 28 de Julio, y no porque era tardo, sino porque este rapsoda de tamaño regular y rostro atezado, solía andar y leer a la misma vez, como tratando de ganarle tiempo al tiempo.
Nació un 4 de marzo de 1,924 y su madre, doña Carmela Bernarda Bravo Bravo, decidió escoger su nombre. Y le puso Alfredo, como su esposo y padre de la criatura; y José, en homenaje al compañero de la Virgen María, que tuvo por oficio carpintero, como lo era el progenitor.
Desde muy niño fue un dechado de educación y respeto, y tal vez eso influyó para que su madre lo llevara desde niño a la caleta Santa Rosa, lugar donde ejercía la docencia. Y mientras la autora de sus días daba clases, él paseaba a orillas del mar. Por eso – cuando adolescente- su mamá le regaló una italiana máquina “Olivetti”, él dejó los papelitos fortuitos y lapiceros de tinta china; y echó a andar esa vena artística que lo hizo ganar muchos premios y el reconocimiento del Perú literario. La casa Ruana, Las horas naturales, Historia íntima de la tierra y el mar, Canto Labriego junto al mar; son algunos de sus poemarios, pero muchos se identifican con el soneto “Mi vestido marinero”, donde evidencia su atávico estilo, la sutileza de su expresión y ese límpido mensaje.

Egresado de la universidad de San Marcos, Lima, Delgado Bravo alternó con los representantes de la literatura peruana de los 50 y los 60. Siempre se dedicó a la docencia y se casó virtualmente con las letras. Sus segundas nupcias fueron con una fémina chiclayana,pero monsefuana de corazón, doña Alicia Elías, a quien cortejó alrededor de 10 años a través de cartas, cuando él, por motivos de trabajo, tuvo que radicar por mucho tiempo por Ica.
Doña Alicia fue el amor de su vida. Las románticas misivas tuvieron eco y ambos contrajeron nupcias. Su esposa aceptó esa implícita atadura de Alfredo José con la literatura y con ella, -por supuesto- y de ese vínculo nacieron Iván, Magali, Alicia Carmela, Dulce María Bernarda y Erika.
“Fue un padre a todo dar. Su presencia, su buen humor y ese optimismo siempre se constituyeron en el sello de su personalidad. Le gustaba leer mucho y ostentaba una biblioteca que cada mes se incrementó con ese presupuesto que él hacía para su familia y sus libros ”, recuerda con cariño Alicia Carmela, una de las hijas del vate y con quien hablé a través del hilo telefónico después de muchos años, tal vez la edad de Cristo.
Como padre fue juguetón, consentidor y apenas llegaba de dictar clases se sacaba el saco, se ponía cómodo y gritaba algo así como …el torooó , el torooó…y esa era la señal , y entonces sus hijos debían esconderse y él empezar a buscarlos, mientras doña Alicia decía…frío, frío; o tibio y caliente, conforme Alfredo José se acercaba o alejaba del objetivo oculto. Todo terminaba en fraternales abrazos y besos.
Tenía predilección por inspirarse durante la madrugada. A esa hora se escuchaba el tecleado de su “Olivetti”, pero sus hijos ya estaban habituados con ese singular sonido y seguían durmiendo. El poeta César Vallejo fue uno de sus estímulos, pues coincidía con él en eso que “el tiempo y la muerte son inmortales”; pero también le gustó la obra del escritor ruso León Tolstói , ese que decía “canta a tu aldea y serás universal”. Entonces puso su pluma al servicio de Monsefú, su pedazo de terruño , su mundo, su cosmos… su Cosmonsefú, como finalmente denominó a la “Ciudad de las Flores”.
Junto a mi padre hicieron “Bolondrones y socotrocos”, esa temida columna periodística que ningún político o personaje se salvó. Ellos “tomaban el pelo” a diestra y siniestra, con un humor fino y pulcro. También escribió en “Horizontes” y “Claridades”, así como en otros quincenarios de la época.
Como maestro dictó cátedra principalmente por las aulas del colegio San Carlos de Monsefú y el glorioso “San José” de Chiclayo, en cuyos lugares dejó su inmensa huella –además- como poeta y ser humano. Detestó desaprobar a sus alumnos, hacía lo imposible por terminar como el malo de la película.
Una vez, un empleado administrativo del colegio “San José” fue a su encuentro y le dijo que el director quería hablar con él. “Profesor Delgado, estoy revisando su registro de calificaciones y hay un error grave que debe usted solucionar. Yo sé que no le gusta “jalar” a los alumnos, pero cómo es eso de poner 18 a un estudiante que ya falleció ? ”, dijo la autoridad educativa. Entonces nuestro personaje, con esa hilaridad que lo caracterizaba, replicó: “No se preocupe director, ese es mi homenaje póstumo para ese buen muchacho”, ante la risa de todos los presentes.
En otra ocasión algún delator comunicó a la dirección del plantel sobre un estudiante que había llegado tarde y fue autorizado por el profesor Delgado a ingresar por una de las ventanas. De hecho fue llamado a descargar esa acusación, pero él sin inmutarse respondió: “Es mejor que entren por la ventana a que salgan por ahí. Deje que ese joven estudie, está interesado en ser mejor persona que su confidente”, se justificó medio en broma, ante la mirada del director, quien un tanto sonriente volvió a escuchar al trovador : “El humor es una filosofía de la vida”.
Por eso fue muy querido Alfredito, por eso sus alumnos y amigos lo recuerdan. Por su carácter bonachón; por eso lo recuerda su familia y su querido Monsefú.
En este cuarto aniversario de su óbito, mis recuerdos para el autor del himno a Monsefú. Tal vez allá en el cielo, debe estar saboreando un rico cevichito, o ese aguadito con chancho que hacía su madre, ó doña Alicia; o quizás –este dulcero por excelencia- esté degustando un arroz zambito o ese dulce de ciruelas.
Quiero cerrar esta crónica con una anécdota de Carmelita, quien evocó los días de su infancia en que su padre acostumbraba llevarla de la mano para que ella – toda “mataperra” y traviesa- se bañara en la acequia que estaba detrás de la estación del tren. “No creo que haya sido su engreída, nos quería a todos por igual, pero cuidaba de mí un poco más, tal vez por mi carácter de “palomilla”. Pero añoro esas vivencias, su consentimiento, sus ganas de mimarme. Siempre estuve a su lado, hasta los últimos instantes de su vida, fue a mí a quien lanzó esa tierna mirada mientras besaba su frente. Fue a mí a quien dijo…adiós para siempre, lo atisbé en sus ojos, esos que a los pocos instantes, se cerraron para siempre, en su lecho de muerte”. (LCG)
 Escribe:
Luis A. Castro Gavelán

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